Cada vez me peleo más con la idea de “escritor favorito”, como si tener un escritor favorito fuera algo definitivo, cerrado, para siempre. Mi escritor favorito es Fulanito de tal y nadie más en el mundo habrá que me haga sentir lo que me hacen sentir sus textos. Nadie más habrá. Que nadie más escriba nada, entonces. ¿Para qué seguir leyendo? Mas bien creo que en la vida uno tiene muchos escritores favoritos, que van cambiando, suben y bajan en los top ten personales según la edad que tengamos y lo que nos esté aconteciendo al momento de leerlos. Sin embargo, hay escritores que para mí entran en otra categoría. Ya no se trata de calificarlos como más o menos favoritos, eso sería demasiado simplista. Son escritores que atraviesan todo. Se meten en nuestra vida de una manera rotunda, son como familiares a los que no vemos en persona pero visitamos mucho más seguido que a ciertos familiares a quienes sí vemos en persona. Tenemos con ellos conversaciones mucho más interesantes que con ciertos familiares con quienes sí hablamos en persona. Y les tenemos más cariño, aunque no sea políticamente correcto decirlo. No seríamos las mismas personas sin el paso de sus libros por nuestras vidas.
Uno de esos escritores es, para mí, Martín Caparrós.
Martín Caparrós: escritor, periodista, cronista, poeta enmascarado,
fotógrafo, dueño de una voz hipnótica, hincha de Boca y crítico gastronómico.
Pocos lo saben, aunque él no lo oculta, dirigió durante un tiempo la
revista
Cuisine et Vins y también escribió críticas sobre gastronomía; con su firma algunas veces, otras, bajo un seudónimo. Escribió la novela Comí.
La trama de Comí es
tan simple que apabulla. Un tipo debe ser operado y tiene que hacer tres días
de ayuno. Nunca sabremos si esa operación salió bien o mal, tampoco importa. Comí es otra cosa. Comí habla de un tipo que está a punto de entrar en un quirófano, la muerte es
una posibilidad y casi como si fuera un cliché se pone a recorrer su vida. Toda
su vida. Y lo hace a través de la comida. Un tipo que repasa sus hechos históricos, relevantes y no
tanto, buceando de una manera obsesiva en los recuerdos de lo que comió. Y lo hace, precisamente, en
esos días previos a la operación en los que no puede comer nada.
Comí es un libro extraño y
deslumbrante. Comí es una curiosidad
dentro de su obra.
Si me parece un insulto adjetivar a Caparrós como “escritor
favorito”, mucho más decir que Comí
es el libro suyo que prefiero por sobre todos los demás. No podría elegir uno,
elegir es descartar, y con Caparrós soy glotona. Lo quiero todo. Todo por
igual. Todo para mí. Una y otra vez. Dame más, Martín.
El 2 de agosto de 2018 cayó jueves y Martín Caparrós hacía
una lectura de sus textos en la Fundación
Proa dentro del marco del festival Basado
en hechos reales. Con mi marido hacía pocos días habíamos cerrado un bar, Espiche. Espiche estuvo abierto durante
casi cuatro años. Espiche era una hermosura y también un problema. Espiche nos
regaló magia y nosotros le regalamos todas nuestras noches. Impensado ir a un
cumpleaños, un recital, al teatro, una cena con amigos, lo que fuera. El 2 de
agosto de 2018 cayó jueves y si Espiche hubiera estado abierto no habríamos
podido asistir a la lectura. Pero Espiche había cerrado el fin de semana
anterior. Fue la primera actividad que pudimos hacer con el bar ya
cerrado.
Era una nochecita fría. No sé si lo estoy inventando, pero me
encanta pensar que llovía. La entrada, gratuita. Me sorprendió la poca gente
que había, no llegábamos a cuarenta personas. Me apenó eso. Me alegró eso.
Martín hizo lo que quiso con nosotros. Nos dio vuelta como se
le antojó. Nos hizo sonreír y emocionar, nos golpeó la cabeza, nos sacudió por
toda la sala, nos retorció el estómago, nos hizo sentir asco, furia, culpa, nos
destrozó. No nos tuvo piedad. Hay unas pocas fotos en la página de la Fundación
de ese día, en una aparezco yo, secándome las lágrimas.
Dudé, al salir de casa, en si llevar o no un libro para que
me lo firmara. No sabía si se prestaría la situación, si no quedaría demasiado cholulo
de mi parte. Decidí que sí, que llevaría uno. Que me iba a animar si existía la
posibilidad. No dudé ni un segundo en elegir cuál.
Cuando terminó ahí estábamos, rotos. Un silencio contundente. Nadie podía moverse. Martín seguía sentado en el pequeño escenario. Mi libro en la cartera.
Todo suspendido. Hasta que alguien rompió el hielo y se arrimó con un libro, y luego otro,
y otro, una fila de gente. Diez, quince personas con ejemplares de El Hambre, de Amor y Anarquía, de Valfierno.
Martín estaba bien predispuesto, pero la firma era rápida. Sin mayor
intercambio. A mí me temblaba todo. Llegó mi turno.
Martín agarró Comí
y —creo no mentir si digo que, sorprendido— me preguntó:
—¿Por qué este?
Y ahí le conté. Le conté de mi amor por la gastronomía, del
bar que acaba de cerrar, de mi marido que estaba ahí a unos metros. Recuerdo
que se lo señalé, incluso. Fue corto. Pero mucho más largo que con cualquiera
de los otros. Fue hermoso. Fui torpe. No estaba preparada para que me hablara, que me preguntara cosas, que por qué había cerrado el bar, que qué comida
ofrecíamos. Fui tan torpe, Dios mío, fui tan torpe.
Fue, también, inolvidable.
Hermoso, muy hermoso.
ResponderEliminarVos. Eso, vos.
EliminarGracias por contarlo tan, tan bien. Seguramente, como a Caparrós, también me hubiera gustado que Espiche no cerrara. Y si de soñar se trata, elegirlo como sitio donde poder gestar con él una noche mágica como la que contás, dejándonos dar vuelta por un gigante como él.
ResponderEliminarGracias por leerme Adriana, y por detenerte a comentar. Espiche supo darse muchos lujos del estilo, lecturas hermosas, presentaciones de libros. Martín hubiera sido la frutilla del postre del bar, sin lugar a dudas. Cariños.
EliminarAy, hermoso, me emocioné, no se bien por qué.
ResponderEliminarHermoso cómo escribís, el texto, todo, leerte es un placer.
recién veo esto, qué lindo que me leas, Caro. Gracias, gracias.
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