Me gusta pensar que todos tenemos una receta imposible, una puntual que nos cuesta, que nos llena de frustración, que nos desafía y nos gana, vez tras vez. Quizás escribo “todos” para no sentirme tan paria ante mis fracasos consecutivos, para meternos "a todos" en una misma bolsa. Como si existiera una ley universal metafísica y gastronómica: por más cocinero que seas, esta receta te va a salir mal.
Esa receta fue para mí, durante mucho tiempo, el pan.
No podría contabilizar la cantidad de panes que he tirado a la basura, pero sin dudas no me alcanzarían los dedos de las manos. La decepción al ver que no leudaba
nunca, el capricho de ponerlo igual en el horno, la rabia al cortarlo y verlo
todo apelmazado. Insistía sin humildad, con empeño, con odio, con desprecio, con ferocidad, con
saña, como dice Leila Guerriero en ese texto magistral
que se llama precisamente Amasar el pan.
Pero nada.
Alguna vez estuve a
punto de tirar la toalla, de dejar de intentarlo. De condenarme para siempre a
comprar el pan en Merci, la panadería
francesa del barrio ubicada en el Mercado
de San Telmo. Pero la terquedad hizo lo suyo y una mañana, después de
muchos años de derrotas, la magia
sucedió, y el pan entonces salió perfecto, esponjoso, con la corteza
justa, con el color deseado, y un aroma (según mi marido, ya he dicho que yo
no huelo) celestial.
Fueron muchos años de
culpar al horno, a la levadura, a la sal, a la cantidad de líquido, a mis
brazos debiluchos, a quienes escribieron las distintas recetas con pésimas
instrucciones. Y algo de razón tenía.
Es importantísima la relación entre la temperatura del agua y la
levadura, ahí inicia todo, eso definirá si el pan crecerá o no crecerá, en los
primeros minutos de la preparación podemos o no tener esperanzas sobre nuestro pan. Como el primer beso en una relación amorosa donde uno sabe si la cosa caminará o no. Por supuesto a veces la obstinación se hace presente y encaramos lo imposible, ignorando todas las alarmas. Pero esa es la primera clave y fueron tantas las ocasiones en que quemé
la levadura. Si el agua está muy caliente, no activa, si está muy fría,
tampoco. Es cierto que también es elemental el amasado, hay que amasar el pan como si no fuera a hacerse nada, nunca más,
después, sigue Leila, que siempre
tiene razón.
Descubrí estos trucos bastante más tarde de lo que hubiera querido, y
pese a tener ya unos cuantos panes gloriosos en mi haber, a veces, sigue fallando.
¿Pero por qué, Dios mío? ¿qué karma es
este?
Hasta que entendí. Entendí que hay algo respecto al amasado del pan que
ninguna receta indica, algo intangible, pero absolutamente cierto e indispensable. El
ingrediente secreto, el más codiciado, el que no se puede comprar es la
armonía entre el estado emocional de quien amasa el pan y el pan.
Si estoy triste, preocupada, enojada, desbordada de pensamientos, si hay
una pizca de desgano, ninguna canción que conmueva, si hace días que no escribo
un buen poema, si no hay flores en la casa, si dormí mal, si estoy esperando un
llamado importante, si hace demasiado tiempo que no llueve entonces no, yo no
debo amasar el pan.
Amasaré el pan siempre que haya un día sereno por delante, lo amasaré —sin excepción— bien temprano en la mañana, iniciaré la lectura de un
libro o escribiré una carta a un buen amigo mientras espero que leude mi pan. Estaré
en silencio. Beberé café. Amasaré los días en que me sienta bella,
poderosa, iluminada. Así, sólo así, saldrá bien mi pan.
Las emociones son un ingrediente más en las recetas. Miren Como agua para chocolate si no me
creen. No es sencillo pesar las
emociones, ver en qué momento de la preparación las colocamos para que no
haya errores. A veces, pasa. Porque las emociones —todos lo sabemos— no son algo estable. Puede ocurrir que se comience a
amasar en un estado y se termine en otro. Pero
si uno está atento y practica mucho desarrollará cierta intuición al respecto.
Yo hoy sé perfectamente cuando no es un buen día para amasar el pan. Cuando
es mejor cruzar a Merci y comprar una
hogaza. Admiro a los panaderos que hacen pan todos los días, y todos los días
les sale bien. Envidio sus vidas en constante alegría, el manejo exquisito y
puntilloso de sus corazones.
Exquisito texto, Mariana!!! Cómo me gustaría escucharlo y a la vez, estar comiendo una rodaja de ese pan. ¡Que vengan esos días!
ResponderEliminarGracias, Adriana =) siempre acá leyendo y dando ánimos. ¡Que vengan esos días! Te abrazo
EliminarHermoso texto que describe tal cual la relación entre las emociones y las recetas aunque tengan todas las instrucciones minuciosas... también elijo qué día y lugar amasar y cual no, pero lo importante no dejar de intentarlo. Abrazo
ResponderEliminarCreo que pasa por conocernos a nosotros mismos, el primer timming que hay que medir es el interno. Gracias por leerme. =)
EliminarHacer el pan.pensando en el primer beso. Por muchos panes en tu vida, Marian querida.
ResponderEliminarSandra linda, como si fuera un primer beso, todas las veces. Te abrazo. Gracias por leerme.
EliminarMe encantó. Es cierto que hay algo de poner la mente en lo que uno hace, y con la mente va el estado emocional (porque a fin de cuentas, todo está en el cerebro). A mi me pasa que si tengo la cabeza (y asumo que las emociones) en otro lado, me corto. Es innegable. El otro día, hasta me corté dos veces el mismo día, cortando cebolla y después con el queso. Ahí entendí que ese día, sólo estaba para comer la picada. Me parece valioso y positivo entender esa separación de dónde está el cuerpo y dónde la cabeza; saber que tal vez sólo no sea el momento de ciertas cosas y es cuestión de saber esperar, con paciencia, a que llegue el momento.
ResponderEliminarEs así tal cual lo describís, Lucas. En la escritura un poco pasa lo mismo, sólo que es menos peligrosa, no corta (¿es menos peligrosa? ¿no corta?) no lo sé realmente. A veces sí. Pero hay días en que uno está para comer nada más, y hay que asumirlo, hay que preservarse y preservar esos momentos de disfrute que debieran ser amasar el pan o preparar una picada. Te abrazo =)
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