Tradiciones gastronómicas en nuestro país hay a rabiar. La tradición es algo que heredamos y que forma parte de nuestra identidad. La palabra tradición coquetea con la palabra costumbre, es cierto, pero los sinónimos no existen. La tradición pesa como un yunque. Todos somos conservadores cuando hablamos de tradición. Pero quitémosle la carga negativa al término. A la tradición hay que elegir conservarla. Conservar es cuidar algo, atesorarlo, guardarlo en cierta forma para dárselo a otro. Ese otro, aunque esté demás aclararlo, no necesariamente tiene por qué ser un hijo. Ese otro, además, debe tener deseo de recibirla. De esas ganas dependen la continuidad de las tradiciones.
¿Pasta o carne los domingos? Depende en la familia que hayas nacido. Yo
vengo de una familia carnívora, casi caníbal. Hace rato que dejé de almorzar
con mis padres todos los domingos pero, cuando ocurre, no pregunto qué habrá de
almorzar, lo sé de antemano. La
tradición en algún punto tranquiliza, otorga certezas, soluciona. Yo no como
asado todos los domingos pero sí prendo, casi todos los domingos, la parrilla.
Puedo tirar pescado, pollo, una pizza o carne roja. Lo que elegí tomar de papá es
—mas bien— el ritual del fuego.
Las tortas fritas cuando llueve. El locro los 9 de julio. La comida
judía en Pesaj de parte de mi marido. Los huevos de chocolate casero en Pascua
de mi lado. La rosca. El vitel toné que se pone sobre
la mesa en las navidades que —judíos
y no judíos—
celebramos por igual. Aunque yo no lo coma porque no me gusta, pero ahí está y
eso sí me gusta. Que esté. Está porque así debe ser. Es una tradición.
Luego están las tradiciones que escapan a lo colectivo, las
personalísimas, las intrafamiliares. La torta que yo —que no soy
repostera— le hago a mamá —que sí es repostera— para su cumpleaños cada 23 de septiembre. Las
milanesas a la napolitana que mamá me prepara a mí en mi cumpleaños todos los
31 de mayo. Las pizzetas fritas que hacía mi abuela y que ahora hace mamá, pero
muy especialmente la salsa paradisíaca (y endemoniada) que las acompañan. Es
una salsa como salida de otro planeta, sobrenatural. Y nada de mozzarella, las
pizzetas familiares van con la simpleza del queso fresco, pues la salsa diva no
debe ser opacada por nada en el mundo. Mamá que me enseñó mil veces a hacerla.
Yo que tomo apuntes desquiciados. El resultado que, pese al incontable número
de intentos, nunca se acerca. El terror a que esas pizzetas y esa salsa del
cielo (y del infierno) mueran con mamá. Mi esfuerzo inútil, insoportable,
imposible. La pregunta incansable, persecutoria, kármica ¿por qué a mí no me sale como a ella?
Hace casi seis años formé mi propia familia; dos adultos mayores, dos
gatos. Podría decir que la gastronomía es el quinto integrante de este clan. Pero
nuestra relación con la gastronomía es huracanada. Cocinamos de todo, todo el
tiempo. No teníamos una verdadera tradición gastronómica hasta hace poco más de
un año. Para nada original nuestra elección: los ñoquis del 29.
Dicen que en el siglo VIII, un 29 de julio, San Pantaleón fue invitado a
comer ñoquis por una familia de pescadores. Dicen que el año había sido pésimo
para la pesca y para esa familia en particular. Dicen que San Pantaleón, en
agradecimiento por la comida, les auguró prosperidad y abundancia. Dicen que
cuando se fue y levantaron los platos encontraron monedas de oro debajo. Dicen
que, por eso, hay que poner un poco de dinero cada 29 debajo del plato de
ñoquis. Para que haya trabajo. Todo eso dicen. Y yo, por supuesto, creo.
En mi caso, no tengo un sueldo fijo. Mi trabajo es orgánico y está todo
el tiempo en movimiento, nunca sé qué pasará el mes entrante. Y si bien no me
puedo quejar porque pese al movimiento de las mareas siempre hay, existe
también esa tensión constante como un zumbido con la que –creo– todos los
trabajadores independientes aprendemos a convivir. Me gusta que los ñoquis se
coman el 29, a fin de mes, cuando la certeza laboral flaquea. Amaso los ñoquis como si rezara, no sólo por
el sabor en el plato, sino también por la continuidad de trabajo.
Las pastas no son precisamente mi especialidad, pero los ñoquis me salen
ricos. Hay que decirlo, cada vez más ricos. Le aviso a mi marido que la cena estará
lista en tantos minutos. Él pone la mesa y pone también dinero debajo de
nuestros platos, lo hace como quien prepara un gualicho.
Abrimos un vino tinto, comemos y brindamos. Renovamos la fe.
Respetar una tradición también se trata de eso, de creer en algo.
Hermoso
ResponderEliminarMuchas gracias por leerme.
Eliminarmuy bueno!, me sentí identificada en muchas cosas que decís.
ResponderEliminarMuchas gracias ♥️
Eliminar