Nunca leerán en estos textos míos referencia alguna a los aromas de la gastronomía. Soy anósmica de nacimiento, esta palabra que ahora está en boca de todos porque es uno de los síntomas que provoca el bicho que nos acecha es, para mí, moneda corriente. No huelo, nunca olí, no sé lo que es eso.
Siempre me resultó algo extraordinario que las
personas huelan, que mis hermanos supieran al pasar por la puerta de casa qué
había para almorzar con sólo oler lo
preparado y que en cambio yo necesitara sentarme frente el plato y ver qué había para comer.
Para muchas personas
el olfato es un disparador de recuerdos. Voy caminando con una amiga por la calle, pasa
alguien, mi amiga me dice: esa persona tenía el perfume de tal otra, se le
activa un recuerdo, me cuenta una historia. También el olfato es un disparador de deseo. Voy con mi marido caminando por el barrio, pasamos por una casa cualquiera, no se ve para adentro, mi marido dice “alguien está haciendo un asadito, qué ganas” Bueno, todo eso es ciencia ficción
para mí.
¿Que si no tener olfato me impide disfrutar de
la comida? Por supuesto que no. Dicen estudios a los que no me he sometido que
cuando nos falta un sentido se nos desarrolla más otro. Apuesto todo a que mi
sentido más desarrollado es el del gusto. Yo pruebo todo. Una cucharada de
curry, otra de cúrcuma, muelo pimienta verde en mi mano y la chupo, después la
rosa, ¿qué diferencia tienen? Y así
como, y así cocino.
Pese a no oler, mi memoria y por
ende mis recuerdos, están muy ligados a la comida. Me acuerdo perfectamente qué
comimos en la casa de mis suegros cuando los conocí, o de la vez que fuimos a
la terraza de aquellos amigos, o qué preparé yo cuando vinieron mis hermanos a
cenar en equis oportunidad, qué le di de probar a mi sobrina cuando era bebé y así. Estoy llena de
recuerdos gastronómicos. Son muchos más y mucho más importantes de lo que yo
misma puedo vislumbrar.
Mis cuatro abuelos están muertos y, a decir
verdad, yo no tuve con ellos la relación idílica abuelos-nietos que se supone
debiera suceder naturalmente. No me mimaban de forma especial, no me sacaban de paseo,
no me daban dinero, no me defendían ante mis padres cuando me mandaba alguna
macana, por el contrario, me acusaban con ellos. Yo no tuve esa relación mágica que, hoy veo,
mis padres sí tienen con sus nietos, incluso ni siquiera tuve la que mis
hermanos varones y mis primos sí tuvieron con mis abuelos. Las mismas personas
que conmigo no, con ellos sí. Vaya a saber uno por qué, no hay heridas al
respecto.
Será que me estoy volviendo grande, tal vez.
Pero hace un tiempo empecé a repasar mi vínculo
con ellos y lo que se alza por sobre todo lo revuelto, lo que se destaca
en primer plano, es la comida. Las yemas que batía en una taza, crudas y con azúcar,
mi abuela Betty cuando improvisaba un postre. Y ese era todo el postre, así nomás, tal vez los adultos le agregaran alcohol, una suerte de sambayón instantáneo clase Z. El estofado glorioso de mi abuela
Chicha, quien nunca aprendió a cocinar otra cosa más que ese estofado. Las
anécdotas salvajes de mi abuelo Mariano, criado en la selva misionera, comiendo
cualquier cosa en cualquier estado. Y la Krein.
La krein
es una raíz, un rábano picante de Europa Central y Oriental. Familiar directo del Wasabi,
prima lejana del Jengibre. Todos los domingos de Pascua, mi
abuelo, de descendencia ucraniana, iba a misa. Llevaba un plato con un pedazo
de pan, un pedazo de carne sin cocinar, un huevo cocido y un pedazo de Krein para hacerlos bendecir por el cura antes de
ingerirlos.
Yo no iba a la misa, pero sí al almuerzo
pascual. Antes de empezar a comer, mi abuelo le agradecía a Dios por el
alimento en la mesa. Rezábamos, no recuerdo bien si un Gloria o un
Padrenuestro. Y luego nos pasábamos en ronda todo lo bendito, un pedazo muy
chiquito para cada uno, para que todos pudiéramos de algún modo recibir el don
del Señor. Yo comía mi porción de pan, mi partecita de carne, migajas de huevo y la lonja de Krein. La insoportable, tortuosa,
incendiaria Krein. A veces la tragaba
con mucha gaseosa, a veces la probaba y la escupía en una servilleta tratando de que nadie se diera cuenta, pero el fuego hacía su efecto
de igual manera. Ese momento del almuerzo era una auténtica pesadilla.
Crecí. Mi paladar creció. Hoy adoro el picante.
Soy capaz de comer Wasabi así, solo, sin más. Me enojo muchísimo cuando pido sushi
y me doy cuenta que el Wasabi que mandan no es Wasabi, sino precisamente otro
tipo de rábano picante. Esta estafa abunda, pues el Wasabi real es carísimo y
muy pocas casas japonesas lo utilizan. Me excedo de tabasco intencionalmente en
el Bloody Mary. Trato de ir a restaurantes mexicanos clásicos porque usan
picante verdadero y no una chimichanga mexican
mac. Y así podría seguir. Fuego,
mantenlo prendido fuego.
El ritual de los alimentos benditos y la Krein se murieron con mi abuelo hace ya
varios años.
Pero queda en mí el recuerdo. Un recuerdo de
algo que era espantoso en su momento pero que hoy me hace sonreír. Un recuerdo
ligado a la comida, sí. Pero también un recuerdo hermoso, muy hermoso, de mi
abuelo.
Comentarios
Publicar un comentario