Creo que estoy maldita. Trabajé tanto tiempo, tantos años en gastronomía. Años en los que no existieron para mí los fines de semana, los cumpleaños propios ni los ajenos, los aniversarios, los recitales, las obras de teatro, las reuniones porque sí. Yo era la que faltaba siempre o la que llegaba tardísimo a los encuentros, rota y peor que rota, sobria. Porque no hay nada peor que llegar a una fiesta donde el alcohol gira desde hace horas, sobria. Años de vivir a contramano, en que el único día de descanso era un lunes, o un martes, con suerte: un domingo a la noche. Años de entregarle mi vida al servicio de otros, atender a otros, que se sientan a gusto; festejos de otros, borracheras de otros, citas de otros, días del amigo de otros. Cualquiera en su sano juicio diría que no desea volver a eso, tan tortuoso, tan esclavo. Pero yo no. Por eso digo que creo que estoy maldita. Me pasó desde el cierre de Espiche , último bar en el que trabajé y en el que acompañé codo a codo a mi marido
Debajo de la espera, de la esperanza, del hartazgo. Debajo de los intentos, de los pretextos, de las excusas. Debajo de las tardes y los bostezos, debajo del insomnio y de la somnolencia. Debajo del aburrimiento y de la hiperactividad. Debajo del sol, el que entibia y acompaña y debajo de ese otro sol , que es egoísta y desubicado, el que llega en momentos de desolación, impertinente, inoportuno. Debajo de los berrinches, debajo de la ira, debajo de las batallas perdidas y las no libradas, debajo del cansancio cuando se torna impronunciable. Debajo de la falta de ganas, debajo de las palabras amontonadas como colillas de cigarrillos fumados en un pasado que ya no me representa. Debajo del deseo, debajo de lo posible, debajo de lo mucho que —a veces — todo cuesta. Debajo de todo lo espeso, pero también debajo de lo otro; de las caricias, de las canciones, de nuestros platos sobre la mesa, de los guiños, del mantel, de este microclima plural, personalísimo. Debajo de las largas caminat